"Puesta de sol en Montevideo"
A mí me hubiese gustado estudiar astronomía, pero un día me enteré que la velocidad de la luz es de trescientos mil kilómetros por segundo, y me dije: esto es lo mismo que no saber nada. Todo lo que se me ocurrió fue que, si un auto llegara a desarrollar la velocidad de la luz, de noche no podría circular.
De cualquier manera el sol y la luna y las estrellas están ahí, y quieras que no, de tanto en tanto uno les echa un vistazo. Desde Montevideo, suelen verse unas lunas tan impresionantes, que te hacen decir: ¡¡Mirá qué luna!!. No falta, incluso, algún poeta que quiere agregarle méritos por medio de una imagen y dice: ¡”Parece un queso”!. Y el queso es él. Francamente, para mi, la luna, aunque sea de Cuneo, al ratito de mirarla pierde interés. El sol ya es otra cosa. Digamos entonces que cuando viene la temporada, me voy a la playa y me quedo todo el día al sol como un lagarto, aunque dicho sea de paso nunca vi un lagarto en la playa. Claro que las playas que yo frecuento no cuentan con los medios como para tener atracciones exóticas como ser tiburones, delfines o caballitos de mar. Cuando mucho, lo que se ve, es saltar la lisa, pero después de un rato aburre. Antes me quedaba más en la playa. Cuando todavía no le habíamos hecho el buraco a la capa de ozono, me pasaba el día completo, no como ahora que hay que hacer horarios cortados y si uno se quiere mandar una dormida en la arena a media mañana, le tiene que pedir al salvavidas que lo despierte a las once, y corrés el riesgo de que el tipo se olvide, o que justo a las once haya alguno que perdió pie y tiene un rescate, y ahí uno se puede achicharrar con los rayos ultra violetas, porque viste como son los ultra cuando se ponen violetas. Y de tarde otro tanto. A las mejores horas para cocinarse y darse un chapuzón en las refrescantes aguas del mar, que como bien se sabe es entre las once de la mañana y las cuatro de la tarde, hay orden estricta de no hacer sombra. Menos mal, digo yo, que el sol no se pone al mediodía, porque entonces yo no podría quedarme en la arena como me quedo ahora, esperando que se oculte, allá, en el lejano horizonte multicolor. Yo siempre digo y le comento a los niños para inculcarles el hábito, que esas puestas son un espectáculo tan maravilloso, que no hay pintor que pueda llevarlo a la tela de su caballete. Es imposible, además, porque es un modelo que nunca se queda quieto, y si el artista aplica una pincelada de tono nacarado, ponele, vuelve a mirar la puesta y la misma nube se le puso rosada, y de ahí se le pasó al granate, y el pintor no puede estar cambiando todo el tiempo los colores porque cuando quiere acordar, mira así, y el sol se le escondió. A mí, cuando empieza la caída del sol, que se lo ve caer, cuando se abolla un poquito de abajo por el impacto contra el horizonte y sigue bajando y se mete como una roja moneda en el lomo del chanchito, me entra una cosa. Es una emoción, una tristeza, y por allá, en el fondo, como un miedo. Un pariente uruguayo que se había ido con su familia siendo chico, hacía veinticinco años, vino de visita a Montevideo y en un atardecer se quedó mirando a la gente que, en la playa, contemplaba el horizonte en silencio. Hombre practico, ejecutivo, me dijo que se dijo: “!Qué barbaridad, cómo pierden el tiempo los uruguayos!”. Como él estaba de paseo, sin apuro, me contaba que se quedó mirando, y poco a poco, a medida que el sol se ocultaba, se fue impresionando con la puesta, y dice que le vino una cosa acá, y cuando el sol bajó del todo y vio que la gente aplaudía el final del espectáculo, se puso a llorar, y lloraba y aplaudía sin parar, y le corrían las lágrimas por la cara, y aplaudía, y dice que ahí se dio cuenta, y que comprendió muchas cosas. Nunca le pregunté de qué se dio cuenta ni qué cosas había comprendido. No quise saber, no fuera que después yo nunca más pudiera disfrutar una puesta de sol así, en silencio, sin bulla, cada cual con la suya. Porque yo, en esa situación, mezcla de asombro y profundo embobamiento, rara vez pienso que el sol no se pone, no se esconde, no se entra, no baja, no se oculta, no se mueve. Rara vez se me ocurre pensar que es la tierra la que está girando, la que se está moviendo y que en ese momento yo voy de espaldas al movimiento, mirando para atrás como sentado en la tapa de la caja del camión. Y si lo pienso, enseguida lo despienso porque me gusta más la otra idea, la del sol que se pone, que se esconde, que está dando la vuelta para salir mañana por el otro lado y que la tierra, quietita, es contemplada desde los infinitos puntos del infinito. Y así me agarra la noche.
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