El viejito
Hombre sabio y de buena memoria, un viejito que solía caer muy de tanto en tanto por el boliche El Resorte. Una nochecita, además de los presentes estaba la Duvija picando un quesito duro con motosierra, el tape Olmedo haciéndole punta a un palito, Azulejo Verdoso tratando de inventar un mate con dos bombillas pa no tener que dar vuelta la yerba, Rosadito Verdoso comiendo higos de estación recién bajados del ferrocarril, un tal Fulminante Perjuro tomando una cañita con butiá, y un forastero que llegó a pedir un vaso de agua porque era la hora de tomar la pastilla. Estaban en eso, cuando sofrenó un caballo, se bajó un paisano, descargó un palenque de quebracho, lo clavó frente a la puerta del boliche, ató el caballo al palenque, y dentró. Ya junto al mostrador se sacudió la tierra del sombrero contra la rodilla y saludó. La gente tosió en medio de la polvareda porque el sombrero venía con mucha tierra, y hasta el barcino estornudó como si le tuviera alergia al polvillo de sombrero. Fue cuando se le arrimó el tape Olmedo, y fue y le dijo, le dice: - Vea paisano - le dijo -, y desculpe que uno se meta en el cada qué de su cada cual, pero si tiene más tierra pa sacudirse, sería visto con buenos ojos que lo hiciera en la parte esterior del local, porque en casos así hay que tener un criterio. Ahí el otro fue hasta el caballo, se demoró un momentito y volvió con una aspiradora, con el cable en la mano y buscando enchufe. Como le dijeron que en el boliche se carecía de eletricidá, la ofreció pa la venta personal pero naides quiso porque era máquina que tanto le tragaba el polvillo como le chupaba el vino del vaso y la mermelada del platito. Esa mesma tarde, va y cayó el viejito. Desde lejos nomás se le notaba que era un hombre poblado de historias. Llegó humildemente, como quien no tiene interés en hacerse notar. Era de llegar a los ranchos de nochecita, a esa hora en que ya no se puede hacer nada en el campo y la paisanada se recoge junto al fogón. Esa hora en que el mate va de mano en mano y siempre aparece alguna historia que andaba perdida en el tiempo. Entró al boliche, murmuró un saludo, se sentó por allí, armó un tabaco y se lo puso entre los labios sin prenderlo. Había que verlo al viejito. Barba blanca, los ojos poblados de lejanías, como cansados de tanto trajinar caminos. Carraspeó. Quien más quien menos se tomó su trago y como siempre, le hicieron silencio. Un silencio de respeto, para no despertarlo.
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