La enseñanza estatal en el debate sobre el laicismo
Por Hebert Gatto
En nuestra última nota en La República (Domingo 6.5.), analizábamos la posibilidad planteada, entre otros, por algunos círculos vinculados a la Iglesia Católica que el Estado impartiera, a su costo, enseñanza religiosa, así como que distribuyera ayuda económica para que los padres eligieran para sus hijos la instrucción que entendieran adecuada. Allí desestimábamos ambas opciones, no tanto por sus dificultades de implementación, sino porque colocaba al Estado en la difícil misión de seleccionar religiones, en cuanto debería rehusarse a financiar aquellas cuya educación fuera contraria a los ideales democrático liberales por él sustentados.
El mismo día en que se publicaba nuestra nota, Ramón Díaz, con la radicalidad y valentía que lo caracteriza, adelantó otra sugerencia, ligeramente distinta a las arriba comentadas. Propuso que el estado limitase su participación en la educación "al plano financiero, cobrando impuestos para apoyar la elección de los padres, en lugar de gastar lo recaudado en su propio sistema". Basa su consejo de que el Estado decline su rol como educador, en su descreimiento respecto al laicismo, entendiéndolo de imposible aplicación.
En un análisis primario, la formulación del Ramón Díaz tiene la ventaja que no obliga al Estado a violar directamente la neutralidad liberal, en tanto deja la elección educativa en manos de los padres de los menores. En su sugerencia la función del Estado en materia educativa se reduce de manera significativa, debiendo de acuerdo al art. 68 de la Contitución, mantenerse unicamente para tutelar "la higiene, la moralidad, la seguridad y el orden público". Del análisis de esta disposición, que aparentemente estima de poca relevancia en lo que refiere a las funciones estatales y de lo previsto en el art. 40 de la Carta, el Dr. Díaz concluye que en este tema la voluntad de los padres prima sobre la del Estado, por lo que su propuesta sería congruente no sólo con la normativa constitucional vigente sino también con los principios ético políticos de "un país libre".
Siguiendo la metodología por él propuesta corresponde en primer lugar determinar si la propuesta se corresponde con el orden jurídico nacional, para luego considerarla en un plano ético más general. En ese abordaje una clara disposición constitucional me lleva a pensar que el Estado no puede abdicar de su rol de educador. El artículo 71 de la Carta estatuye "la gratuidad de la enseñanza oficial primaria, media, superior, industrial y artística y de la educación física..." ordena así su existencia y determina su gratuidad. Eliminar la educación oficial equivaldría a dejar sin contenido el artículo desconociendo su mandato. Por su parte creo que nadie podría considerar "enseñanza oficial" la brindada por instituciones privadas aún con financiación estatal.
Pero como bien dice Ramón Díaz todos podemos discrepar con la Constitución. A lo sumo lo que puede decirse, si mi tesis es correcta, es que la derogación de la educación oficial, requeriría una reforma constitucional y la consiguiente voluntad mayoritaria de la ciudadanía para sancionarla. Pero más allá del problema jurídico, creo que la oferta no condice con los principios de un estado liberal en un sentido más profundo que el de la pura exégesis jurídica.
En primer lugar, si de respetar la voluntad de los padres se trata, no se ve como ello se obtiene, suprimiendo la educación estatal, una opción que en el momento es la escogida por un porcentaje de la población superior al 80% de las familias. Podrá arguirse que ello se debe a su gratuidad en contraposición al costo de la instrucción privada , lo cual siendo parcialmente cierto, no elimina el hecho que aún a igualdad de costos, muchos ciudadanos optarían por la educación laica impartida por el Estado.
Por otro lado, yo no creo en la primacía incondicionada de la familia (o casi), en la educación de sus menores hijos, que los opositores del laicismo agitan como argumento decisivo contra éste. Como tantas veces hemos insistido el estado liberal no es un estado de familias sino uno de individuos. Nada puede ser más importante para él que los hombres y mujeres que lo componen y para los cuales existe y ninguna consideración grupal o colectiva, puede prevalecer sobre esta consideración. De allí que lo fundamental sea la plena formación de los individuos para el mejor ejercicio de su autonomía y no el enriquecimiento del arbitrio educativo de las familias.
Es cierto que tratándose de incapaces, o incapaces relativos su tutela recae sobre la familia, quien como reconoce la Constitución, será quien la ejerza Pero se trata de una tutela, como todas ellas, en beneficio exclusivo del incapaz y no de la libertad de eleección de quien la detenta.
Ahora bien, ¿quién decide cuál es el verdadero interés del menor? ¿Alcanza con la determinación paterna? ¿El cariño implica "per se" que los padres siempre efectuarán sus opciones educativas, de modo de prepar bien a sus hijos para la buena vida que éstos escogerían de ser adultos bien formados? Si volvemos al plano constitucional, dónde se consagran los principios generales que conforman al estado democrático liberal que los orientales hemos elegido para convivir, la solución resulta más clara.
El Estado velará por la estabilidad moral y material de la familia, "para la mejor formación de los hijos dentro de la sociedad" dice el art. 40 de la Carta. "El cuidado y educación de los hijos para que éstos alcancen su plena capacidad corporal, intelectual y social, es un deber y un derecho de los padres" (art. 41, inc. 1ro.) "Todo padre o tutor tiene derecho a elegir, para la enseñanza de sus hijos o pupilos, los maestros o instituciones que desee" (art. 68, inc.2do.) Ese derecho lo ejercerán de forma que esas instituciones atiendan especialmente a "la formación del carácter moral y cívico de los alumnos" (art. 71, in fine). La moralidad, la higiene, la seguridad y el orden público, constituyen los límites generales que las leyes reglamentarias de la materia educativa deberán observar (art. 68, inc. 1ro.)
Conclusión: la selección de las instituciones educativas -obligadamente externas a la familia- la ejercen los padres, pero para los fines formativos, cívicos e individuales que la Carta inequivocamente dispone. No solamente como derechos sino como deberes de los padres. Se trata por tanto de una opción condicionada, donde el estado democrático liberal, corresponsable de la adecuada formación cívica de sus ciudadanos, estatuye objetivos congruentes con su naturaleza a la vez que controla su cumplimiento por parte de los educadores. Y esto en una democracia liberal que pretenda autosostenerse debe ser así, aún si la Constitución no lo estableciera. Porque es bien sabido que no existe democracia sin ciudadanos demócratas.
Es claro que estos objetivos formativos de moralidad cívica no constituyen metas menores. Tienen que ver, como en nuestra nota anterior precisamos, no con la elección que cada cuál hara sobre su felicidad personal -moral de máximos- sino sobre los principios de justicia necesarios en una democracia para la adecuada convivencia de sus habitantes -moral de mínimos-. Se trata, como dice Adela Cortina, de una ética basada en un conjunto reducido de principios axiológicos y normativos mayoritariamente formales y procedimentales, necesarios para la conformación en una sociedad pluralista de una conciencia compartida desde la cual cada quien debe gozar de libertad y aptitud para proponer, y adoptar para sí, ofertas morales de máximos. O lo que es lo mismo ofertas para la felicidad.
Bien puede concluirse entonces que el tema educativo en un estado liberal exige un delicado equilibrio entre padres y Estado, una tensión que no avasalle a ninguno de ambos y que habilite, al cabo del proceso formativo, la emergencia de ciudadanos autonómos, concientes de su dignidad y la de sus conciudadanos y aptos para el diálogo democrático. Si así no fuere, si el estado desvirtúa estas finalidades, el problema no se sitúa en la enseñanza laica sino en la naturaleza del régimen político que la cobija.
Por el contrario si esto se asume y en los hechos se cumple, en teoría pura deja de ser decisivo quien dicta la enseñanza. Sea quien sea, deberá atender a los fines éticos e institucionales señalados, además, naturalmente, de procurar la debida formación técnica de los alumnos. Pero aún en la hipótesis que la educación unicamente fuera impartida por instituciones privadas -como se propone- no con ello se erradicará el laicismo, pues éste continuará presente en los programas y los catecimos que se enseñen serán, en todo caso, un suplemento facultativo, necesariamente dictado al margen de aquellos. Puesto que en rigor, lo que son laicos son los ejes temáticos generales que rigen la enseñanza y no la confesión que informa a quien la imparte. Para un verdadero educador, aún en el delicado tema de la educación en valores, la felicidad de los hombres es imprescindible, "pero a sabiendas, como dijera la misma Cortina, que el educador no tiene derecho a inculcar como universalizable su modo de ser feliz". Sea éste secular o religioso. Dicho sea esto sin olvidar que si de respetar la amplitud de la oferta educativa se trata -como dijimos- la instrucción directamente impartida por el Estado no puede estar ausente.
Sentada esta premisa hemos regresado al punto donde comenzaramos esta nota. La educación oficial no es eliminable, ni juridicamente ni desde el ángulo de los principios liberales. En cuanto a los bonos escolares de ayuda estatal a privados paralelos a esa educación, suponiendo que pudieran solventarse, tampoco parecen defendibles -tal como oportunamente argumentamos- en la medida que forzarían al Estado a una discriminación entre instituciones educativas derivadas de religiones y concepciones seculares, altamente inconveniente. Tanto que lo colocarían dirimiendo conflictos que -aún por razones justificadas- probablemente lo conducirían a perder la neutralidad liberal entre distintas concepciones del bien humano.
En el diario "El País" del pasado Domingo, un católico franciscano denunció a doble página la proliferación de sectas "lavadoras de cerebro" que según expresó agrupan 350 mil adeptos en el Uruguay. Entre ellas -según este especialista integrante de un grupo de su orden dedicado a su denuncia y combate- se destaca la Secta Moon, el Hare Krishna, el movimiento Gnóstico, la Cienciología, los Niños de Dios y los grupos Rama, además de los diversos pastores pseudo evangélicos interesados en la manipulación de conciencias. Similares denuncias han sido levantada muchas veces por otras instituciones de la Iglesia Católica, todas interesadas, en detener la perversión de la fe.
Sin embargo la educación impartida por todos estos grupos y muchos otros de dudosa convicción democrática, deberían, de aceptarse la sugerencia del Dr. Díaz, ser igualmente financiados por el Estado, a riesgo, para el caso de no hacerlo, de denuncias de discriminación y de polémicas sin fin. Ello sin perjuicio, igualmente, de tener que sostener las variadas escuelas y liceos, no unicamente religiosos, que como flores en primavera surgirán al amparo de la financiación oficial. Una situación que no se asemeja a la actual.
Que una cosa es tolerar un discurso antidemocrático -extremo que mientras no se traduzca en hechos la democracia debe admitir- o, en el afán de evitar males mayores, incluso tolerar instituciones de enseñanza de dudosa filiación, y otra es promoverlas directamente mediante financiación oficial, poniendo en riesgo su neutralidad al discriminarlas o, de no hacerlo, contrariando activamente los valores cívicos que el Estado para sobrevivir necesariamente debe difundir y defender.
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